Gürtel, Operación Púnica, los ERE de Andalucía, la familia Pujol, Bárcenas o el caso Noos son el pan nuestro de cada día. Desayunamos, comemos y cenamos con ellos en las noticias. Como explica el escritor y ensayista italiano Carlo Alberto Brioschi, en el siglo XXI, la corrupción se ha convertido en una especie de bacilo de la peste que, sin embargo, padecemos desde hace siglos. Y así es, porque delitos tan actuales como el cohecho, el tráfico de influencias, el robo de las arcas del Estado, la extorsión, la adjudicación de obras públicas a amigos poderosos o la compra de votos colapsaron a muchos gobiernos de la antigua Roma, que tuvieron que establecer toda una serie de leyes para perseguirla.
Durante algún tiempo, las estructuras del Estado romano se resistieron a esta corrupción sin sufrir grandes contratiempos. Era parte de un sistema social y político basado en el clientelismo, el abuso de poder, las mordidas y el enriquecimiento personal. La codicia de los funcionarios públicos no tenía límite y estos delitos fueron creciendo a ritmo de las conquistas. Pero llegó un momento en que el gobierno se hizo impracticable y el derecho romano tuvo que introducir cambios.
Sin embargo, la convivencia entre buenos propósitos y acciones deshonestas por parte de los gobernantes fue siempre una de las características de Roma. Un ejemplo de esto fue Licinio Calvo Estolón, tribuno de la plebe en el 377 a.C., que introdujo una fuerte limitación a la acumulación de tierras por parte de un único propietario, además de una severa reglamentación para los deudores, pero luego fue acusado de haber violado sus propias leyes.
Las «quaestiones perpetuae»
Durante el periodo republicano (509 a.C. - 27 a.C.), el propio sistema electoral facilitaba, de hecho, la corrupción, que se agravó a partir de la expansión territorial y marítima producida después de la Segunda Guerra Púnica. Los gobernadores comenzaron a enriquecerse sin escrúpulos a través del cobro de impuestos excesivos y la apropiación de dinero de la administración pública. Como denunció en aquella época el historiador romano Salustio, «los poderosos comenzaron a transformar la libertad en licencia. Cada cual cogía lo que podía, saqueaba, robaba. El Estado era gobernado por el arbitrio de unos pocos».
La primera ley que se estableció fue la «Lex Calpurnia» (149 a.C.), como consecuencia del abuso del gobernador de la provincia de Lusitania, Servio Sulpicio Galba, al que se acusó de malversación de fondos y fue juzgado por un jurado procedente de la orden senatorial, algo que era toda una novedad. Sin embargo, esta primera ley no imponía ninguna pena pública, sino la devolución del dinero que había sustraído.
En el 123 a.C., se establecieron una serie de tribunales permanentes, llamados «quaestiones perpetuaes», cuyo cometido fue el de investigar todas estas malas prácticas y extorsiones de los gobernadores provinciales que habían sido denunciadas por los ciudadanos. Al principio no tuvieron el éxito deseado, pero fueron importantes porque con ellos se definió legalmente el «crimen repetundarum», que hizo alusión a los delitos de corrupción, cohecho o tráfico de influencias.
Este sistema se fue perfeccionando con la definición de nuevos delitos. El «crimen maiestatis», por ejemplo, definía los abusos de poder por parte de los senadores y magistrados. Era considerado el acto más grave contra la República y fue castigado, incluso, con la pena de muerte o el exilio voluntario. El «crimen peculatus» hacía referencia a la malversación y apropiación indebida de fondos públicos por parte de un funcionario, así como la alteración de moneda o documentos oficiales. O el «crimen ambitus», que describía la corrupción electoral, especialmente la compra de votos.
Leyes anti-corrupción
Todos estos y otros delitos trajeron consigo nuevas leyes, que querían dar respuesta a los diferentes cambios políticos, económicos y morales que se iban produciendo. La «Lex Acilia» –que apareció al mismo tiempo que los «quaestiones perpetuaes»–, subió la pena para los delitos de malversación de fondos y cohecho de la «Lex Calpurnia», estableciendo una multa del doble del valor del daño causado por el funcionario. Es una de las más conocidas, porque se ha conservado gran parte de su texto original.
Otras leyes importantes fuero la «Lex Sempronia» (122 a.C.) o la «Lex Servilia de Repetundis» (111 a.C.), que establecieron penas más severas para los delitos de cohecho. La segunda, en concreto, fue la primera ley que introdujo la pérdida de los derechos políticos. Ambas fueron completadas con otras como la «Lex Livia Iudiciaria» (91 a.C.), que impuso una corte especial para los juicios contra los jueces corruptos que hubieran cometido extorsión, o la «Lex Cornelia», que aumentaba las condenas para los magistrados que aceptaran dinero en un juicio por cohecho. Esta última debe su nombre al dictador Lucio Cornelio Sila, que la estableció tres años antes de morir.
La corrupción, sin embargo, seguía imparable. En esta época, el gobernador de Sicilia, Verres, se convirtió de alguna manera en el arquetipo originario del «corruptócrata» incorregible. Se calcula que robó al erario público más de cuarenta millones de sestercios y depredó literalmente su provincia. Y no fue una excepción. El mismo Cicerón, que no le tenía especial simpatía y se esforzaba en presentarlo como un caso claro de avidez de poder, afirmó, por el contrario, que su conducta representaba la norma en buena parte del imperio romano.
Julio César, en las puertas del Tesoro
Cuando aún era cónsul, Julio César fue el que propuso la última y más severa ley republicana contra los delitos de corrupción, la «Lex Iulia», que incluía penas de multas desorbitadas y el destierro. Es curioso que fuera él, pues poco antes no había dudado en recurrir a cualquier medio para acceder al consulado. «Cuando el tribuno Metello trató de impedirle que tomase dinero de las reservas del Estado, citando algunas leyes que vetaban tocarlo, él respondió que el tiempo de las armas es distinto al de las leyes… y se encaminó hacia las puertas del Tesoro», contó de él el historiador Plutarco. Eso no le impidió establecer más de cien capítulos en su ley, la mayoría de ellos destinados a los magistrados e, incluso, jueces que se hubieran dejado sobornar para favorecer a un acusado en un delito de corrupción.
El contenido de todas estas leyes demuestra el grado de corrupción que se vivía en Roma. Con la llegada del Imperio en el 27 a.C., éste no solo no se redujo, sino que se incrementó. Los políticos siguieron sobornando a los funcionarios para conseguir puestos en la administración, mientras que a los ciudadanos se les asfixiaba cada vez con más impuestos y se veían obligados a pagar propinas a cambio de que se les agilizara algún trámite solicitado.
A partir de Augusto, el erario público fue perdiendo importancia e independencia, al ser sustituido por la caja privada del emperador. Esto facilitó, sin duda, la corrupción, a la que se intentó poner remedio. Durante la época del emperador Adriano (24-76 d.C.), por ejemplo, se amplió «crimen repetundarum» a todos los actos de malversación realizados por los funcionarios públicos y los sancionó incluso con penas de muerte. Y junto a este crimen, aparecieron otros como la «concussio» (concusión), una de las prácticas favoritas de los gobernadores provinciales, consistente en exigir a los ciudadanos una contribución no establecida por la ley o aumentar otra sí existente de manera desorbitada.
Pero la historia de Roma parece que ya había sido escrita por el escritor y político romano Petronio, cuando se preguntó, impotente, en el siglo I: «¿Qué pueden hacer las leyes, donde sólo el dinero reina?».
Fuente: ABC