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La revolución necesaria

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La revolución necesaria

Ex: http://alternativeeuropeaasociacioncultural.wordpress.com/

Narciso-Perales
por NARCISO PERALES HERRERO
 
Se ha dicho que la historia se di­vide en edades clásicas y edades me­dias. Las edades medias son períodos de ascenso, de iniciación de un ciclo histórico cultural. Se caracteriza por la tendencia a la unidad. Las edades clásicas discurren en la unidad, en el disfrute de los bienes de civilización y cultura creados en las edades me­dias, después declinan en la disgrega­ción paulatina. Las edades clásicas acaban por afeminación, por consun­ción de los pueblos que alcanzaron el cénit en su curso. Los pueblos debili­tados terminan, de ordinario, derro­tados por otros pueblos, después de lo cual empieza una nueva edad media.
 
«Hay dos tesis» —decía José Anto­nio— «la catastrófica, que ve la inva­sión como inevitable y da por perdi­do lo caduco y lo bueno; la que sólo confía en que tras la catástrofe em­piece a germinar una nueva edad me­dia, y la tesis nuestra, que aspira a tender un puente sobre la invasión de los bárbaros; a asumir, sin catástro­fe intermedia, cuando la nueva edad hubiera de tener de fecundo y a sal­var, de la edad que vivimos, todos los valores espirituales de la civiliza­ción». He aquí nuestra tesis. Tesis a la que no hemos renunciado, porque nos negamos a aceptar la otra alter­nativa. Pero tesis de difícil triunfo. Tesis que costó a José Antonio, prime­ro la sorda persecución de las dere­chas, después la vida que le arrebata­ron, frente al paredón de la cárcel de Alicante; más tarde la deformación sistemática de su doctrina, obra de derechas y de izquierdas e incluso de viejos amigos infieles; finalmente el olvido, la «negación por la acción» de los que quieren ignorarle. Tesis que costó a España la muerte de sus me­jores hijos.
Pero también tesis justa, exacta, que no ha sido derrotada, ni puede ser sustituida más que por el triunfo del «fatalismo de la historia».
 
Bastaría desmontar el capitalismo y dar cauce al deseo de justicia que Dios puso en el alma del hombre uni­versal, para hacer imposible el comu­nismo y fundar una sociedad más justa, más humana, más sólida, pero ¿será esto posible por la persuasión? ¿Quién persuadirá a los dominadores que tienen sus bocas llenas de pala­bras buenas, pero dentro de sus crá­neos máquinas calculadoras? ¿Quién les convencerá que deben renunciar a la ganancia para salvar los valores del espíritu, que no podrían contabilizar nunca? ¿Qué razones valdrán para ha­cerles descender buenamente de sus altos sitiales y mezclarse en la tierra con el común de las gentes?
 
Existen espíritus timoratos que creen en la maldad esencial de todo cambio profundo. Durante cuatro si­glos el mundo ha venido cambiando, a veces bruscamente, de ordinario pau­latinamente. Desde Lutero el cambio ha ido de la negación de la unidad metafísica, de la unidad de Dios has­ta la negación de Dios y la programa­ción práctica y teórica, de la unidad exclusiva en la materia que es la dis­gregación, la decadencia. Ahora un cambio profundo, radical, auténtica­mente revolucionario, es absolutamen­te preciso. Pero este cambio no puede suponer un paso atrás en lo transito­rio, en aquello que por su naturaleza evoluciona, fluye transformándose. Al contrario en lo transitorio urge rectificar sobre la marcha, quemar las eta­pas peligrosas y llegar a un punto en que otras generaciones puedan reanu­dar el paso sosegado. El cambio brus­co, profundo, que deseamos, consiste puramente en el establecimiento de los eternos conceptos del ser y la ver­dad. Si restablecemos esos conceptos, objeto de la inteligencia, toda creación de ésta —lo transitorio, lo variable—, irá dirigida a su conocimiento y ser­vicio y, por tanto, hacia la perfección, cumpliéndose el mandamiento Divino: «Ser perfectos como Nuestro Padre Celestial es perfecto».
 
 
LA SOCIEDAD COMO ENTIDAD PERFECTIBLE
 
La organización de la sociedad, su estructura administrativa, su régimen económico, leyes y sus instituciones, deben dirigirse así, como todas las ac­tividades humanas, hacia la perfec­ción, aunque no la alcancen nunca; variando según el grado de civiliza­ción y de cultura, De acuerdo con el progreso científico y el desarrollo téc­nico que abren nuevas posibilidades de avance para la humanidad.
 
La mezcla de los valores eternos con una determinada organización econó­mico-social, tanto para la defensa co­mo para el ataque de algunas de sus partes se produjo como una necesidad táctica de las grandes fuerzas que se oponen en el mundo. Un auténtico movimiento revolucionario que preten­da vencer a las dos, debe rechazar enérgicamente dicha interesada iden­tificación. La mezcla de la tesis filosó­fica materialista más coherente y com­pleta que haya existido nunca, con el eterno ideal humano de justicia —ex­traño a su esencia— para su aprove­chamiento como «idea motora», debe ser igualmente denunciada como una grosera superchería.
 
La ideología más elevada de la hu­manidad para su propio perfeccionamiento es la que se deriva del con­cepto de la hermandad entre los hom­bres, se inspira en Dios y se dirige a Dios, como principio y fin de todo lo creado. La actuación del hombre a la luz de este concepto sólo puede ser para el hombre una actuación reden­tora. La revolución necesaria debe ser, ante todo, una revolución moral. Debe comenzar por la reconstrucción del hombre por su educación religiosa y moral; pero también por la subver­sión de las condiciones en que se de­senvuelve.
 
 
LA ACCIÓN REVOLUCIONARIA
 
Crear las condiciones sociales pre­cisas para que la hermandad humana sea una realidad con poco esfuerzo, será una acción revolucionaria porque supone la necesaria destrucción de las condiciones actuales que impulsan a la lucha de unos contra otros, al engaño reciproco, a la explotación de los dé­biles y a la reacción egoísta de todos. Sustituir unas condiciones que hacen que el sentimiento de hermandad sea una rara virtud, y en muchas ocasio­nes, heroísmo, por otras en las que este sentimiento fluya esporádicamen­te en la mayoría, será cristianizar la sociedad, convertirla, y será también disminuir las tentaciones, ayudar a la salvación del hombre.
 
Porque no es cierto que al hombre lo hagan «las relaciones de la produc­ción», ni siquiera el ambiente circun­dante; pero sí lo es que éste influye en el desarrollo de las posibilidades que cada hombre trae al nacer. Que es más fácil la práctica de la virtud con cierto bienestar material y más difícil si este bienestar se convierte en la abundancia o la escasez extrema de medios materiales. Y también lo es que resulta más fácil pecar contra la ca­ridad cuando el pecado es celebrado como muestra de ingenio y su resulta­do es la obtención de beneficios, que cuando supone la comisión de un de­lito y su consecuencia es la sanción de la sociedad.
 
Un movimiento revolucionario purificador, capaz de superar los antago­nismos actuales —y no estamos enun­ciando el programa de un partido po­lítico, ni unos puntos de vista origina­les, sino intuiciones populares que es­tán en el ambiente y compartimos— debe romper las fatalidades que pesan sobre los pueblos, desarrollando cier­to número de principios y decisiones válidos para cualquier país civiliza­do con las naturales modificaciones y diferencias accidentales que aconsejen las circunstancias nacionales.
 
 
LA DIGNIDAD Y LA LIBERTAD
 
La dignidad y la libertad del hom­bre dotado de un alma inmortal, ser racional, capaz de comprender las co­sas, de tener conciencia de sí mismo y de actuar libremente, por encima de un ciego determinado físico o econó­mico y de los impulsos instintivos; sujeto, moralmente, por la Ley del Creador, que debe libremente aceptar —porque Dios quiere la sumisión vo­luntaria y la premia, ya en la tierra con la plenitud humana— y por las exigencias racionales que plantea el ejercicio de la libertad de los demás. En ningún caso debe ser considerado ilícito que la sociedad civil —el Es­tado— atente a la dignidad de la per­sona, y, sólo para garantizar la liber­tad de cada uno y la permanencia de la supremacía del Bien común, le será lícita la regulación de las deliberacio­nes públicas.
 
 
LA PATRIA
 
La definición de la Patria como mi­sión, como tarea de una sociedad, que la caracteriza y distingue de otras en el curso de la historia, como unidad de destino en lo universal. La Nación es el soporte físico de la Patria, sus pobladores componen la Comunidad nacional, unidad jurídica, cultural y la­boral que exige la estrecha solidaridad de los que la integran en la salud y en la enfermedad, en la prosperidad y en la desgracia. El elemento funda­mental de la Comunidad nacional es la familia, basada en el matrimonio indisoluble. El cuerpo político de la Comunidad Nacional es el Estado, cu­yos poderes se derivan de la Comu­nidad. El servicio de la Comunidad es un honor, y en ningún caso puede constituir un negocio para particula­res, sino fuente exclusiva de benefi­cios para la Comunidad. Los servicios públicos y los seguros deberán ser propiedad de la Comunidad Nacional y deberán ser administrados por el Estado.
 
 
EL TRABAJO
 
La programación del trabajo como instrumento de perfección individual, y como medio de acrecer la dignidad de la persona; pero socialmente como fuente de todos los bienes no gratui­tos. Si el trabajo es una obligación in­dividual por mandato Divino, anterior al pecado es también una rigurosa obligación social deducida del concep­to de la hermandad de los hombres y de la solidaridad que une a los miem­bros de la comunidad nacional, puesto que su realización práctica, organiza­da y eficiente, condicionará el grado de prosperidad de la sociedad. La in­hibición del esfuerzo colectivo —la ociosidad— y el aprovechamiento del trabajo ajeno —la explotación del tra­bajo— deben ser considerados como atentados contra la Comunidad. La primacía del trabajo —expresión di­recta de la persona humana— debe asegurarse mediante la subordinación del dinero— que es sólo un signo con­vencional que permite el intercambio de bienes y servicios —y del Capital— que no es más que la acumula­ción de dinero medio estrictamente material necesario para la producción en nuestro tiempo. Lo que sólo puede lograrse mediante la nacionalización de la Banca y la orientación comu­nitaria de la política del crédito.
 
 
LA PROPIEDAD
 
Política de la extensión de la pro­piedad a todos los miembros de la co­munidad, difundiendo y extendiendo la propiedad privada de los bienes de uso y consumo, fungibles y durables de la tierra —en los cultivos suscepti­bles, de explotación individual, fami­liar y/o cooperativa— y de los instru­mentos individuales de trabajo en las labores artesanas, profesiones libe­rales y cualesquiera otras actividades productivas personales. Sustitución del contrato de trabajo por el de sociedad, que haga posible el acceso real a la propiedad de instrumentos de produc­ción colectivos, y facilite la verdade­ra cogestión en las empresas peque­ñas. Conversión de las grandes empre­sas industriales, comerciales y agríco­las cooperativas de producción, pro­piedad de los trabajadores. Abolición de las Sociedades Anónimas y direc­ción de las inversiones derivadas del ahorro hacia «obligaciones» creadas al efecto por el Estado. Regulación de las actividades económicas por medio de los Sindicatos.
 
 
EL ESTADO
 
Organización popular del Estado, mediante el establecimiento de un, a) poder político comunitario, elegido por los trabajadores de todas clases, miembros activos de la Comunidad, agrupa­dos en municipios, —Cámara de repre­sentantes políticos, formada por gru­pos orientados, según diversas tenden­cias, dentro de la tesis básica de la Comunidad— y en Sindicatos —Cáma­ra de representantes económicos en las que se coordinen y logren las aspiraciones e intereses de las distin­tas actividades—, b) poder ejecutivo derivado de las dos Cámaras de repre­sentantes y responsables ante ellas; c) movimiento político unido, como instrumento de comunicación entre los ciudadanos y representantes y co­mo medio de colaboración ciudadana con el poder ejecutivo; d) administra­ción general del Estado.
 
 
LA UNIDAD
 
Reconocimiento de la unidad sustan­cial del género humano y en conse­cuencia desarrollo de las tendencias a la creación de unidades políticas re­gionales de la mayor extensión posi­ble, como medio de alcanzar la uni­dad entre todas las naciones, y al establecimiento de formas de coopera­ción sinceras y viables entre las na­ciones desarrolladas y las atrasadas, para extender a estas últimas los bie­nes de la civilización y la cultura.
 
 
LOS MOTORES DE LA HISTORIA
 
Claro es que no basta disponer de un esquema deducido racionalmente de los eternos principios, para reme­diar la situación del mundo. Creemos en el valor del espíritu pero no desco­nocemos el valor material de las fuer­zas dominantes. Consecuentemente deberemos preconizar la creación de una fuerza, intransigente, enérgica y ordenada, capaz de vencerlas.
 
En cualquier momento de la histo­ria, sería posible precisar que la hu­manidad se divide en personas capa­ces de entusiasmo y de generosidad, y, por tanto, del sacrificio que exige una empresa política renovadora y personas indolentes y acomodaticias, predispuestas sólo a moverse por in­tereses inmediatos, que, a lo sumo, podrían simpatizar con la tarea, pero no sacrificarían nada por ella. Este estado anormal de la humanidad se ha agravado en nuestro tiempo como en todos los momentos críticos de des­moralización social. A pesar de esto, a pesar de que el grupo humano en que reside la capacidad de la sociedad para sostener una Idea es más peque­ño, es suficiente todavía para realizar grandes proezas o promover grandes catástrofes. Y no es temeridad afir­mar que una parte de estos hombres están en los dos bandos opuestos dán­doles su verdadera fuerza, como acu­sadores inconscientes de la falsedad materialista. Ellos, que no sus teorías, son los verdaderos motores del ex­travío de la historia. Y lo serán ma­ñana, si no son rescatados del error o alguien no les corta su camino.
 
 
LO PRIMERO, LA VERDAD
 
La experiencia demuestra que, cuan­do aparece en el tablero de la historia la frase brusca o violenta de una re­volución, esta se ha producido mucho tiempo antes, secreta o públicamente, en la conciencia de los hombres. Pero desgraciadamente no prueba que la re­volución —aún eliminando los erro­res e injusticias que mancha toda ac­tuación humana— constituya auténti­co progreso o un acercamiento a la verdad. En nuestro tiempo, y en todos los países, hay ya muchos hombres que dentro de sí han visto desvelarse las tinieblas y creen llegada la hora, otra vez, de que el espíritu se haga carne ante la atormentada humanidad de hoy trayéndole el sosiego y la es­peranza.
Pero para que esto ocurra, será pre­ciso merecerlo. Y el primer quehacer es gritar nuestra verdad —que es la Verdad. Repetirla mil veces cada día. En todo lugar y por todos los medios. Propagarla hacia los cuatro puntos cardinales. Prender nuestro fervor en las almas capaces de fervor. Atraer la ayuda militante de las personalidades vigorosas. Y traer también las simpa­tías de los que no saben dar más. Convencer a todos de la rigurosa exac­titud de nuestro empeño. Entonces —¡Dios nos conceda el tiempo!— una fuerza nueva surgirá. La fuerza del es­píritu unida de nuevo a la materia do­minada. Y la victoria será segura en el combate.
 
 
Revista Juanpérez, núm. 24,  10 Abril 1965

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