Lo clásico español
Carlos X. Blanco
Ex: https://latribunadelpaisvasco.com
La sociedad española debería procurarse una definición de clasicismo. Lo clásico, se dice, es aquello que no pasa de moda. Pero al hablar así, ya el mero contraste entre lo clásico, por un lado, y el efímero fenómeno de las modas, por el otro, indica muchas cosas. La moda no es la antítesis exacta de lo clásico. La moda es una epidermis social circunscrita al capitalismo y al imperio despótico de la mentalidad comercial, y hacer de lo clásico la antítesis de la moda constituye todo un síntoma. Lo clásico es aquello que no puede estar sujeto a modas, ni tiene nada que ver con ellas, ni siquiera guarda una relación controlable con la temporalidad e historicidad del hombre que, según notables pensadores (Ortega, Spengler, Heidegger, etc.), es aquello que perfila y define precisamente al humano animal.
Lo clásico se acerca, entonces, a lo eterno, a lo perdurable, a lo primigenio y fundador, pero desarrollado hasta su perfección. Lo clásico sería justamente el cénit de una cultura. Spengler nos decía que las culturas siguen un curso vital semejante al de los organismos vivientes. Las culturas son seres vivos que nacen, exploran y juegan como infantes, luego muestran vigor bárbaro de la juventud, y llegan, a la postre, a una madurez "clásica", un mediodía brillante y sin sombras.
La Atenas de Pericles, la República victoriosa de los romanos, el Imperio de los Habsburgo españoles en sus primeros tiempos… estos serían ejemplos de una cultura clásica. Justo a las doce y un minuto de su mediodía, las culturas clásicas comienzan a acartonarse. Devienen poco a poco fósiles de sí mismas, a ellas se les agarrotan los miembros, y sólo logran renovarse por partes, tornándose parcialmente falsas, hasta volverse pseudo-culturas y cadáveres. A las doce del mediodía pasadas, cuando el sol ciega y toda la hermosura producida por un pueblo reluce, ya comienza a convertirse esa cultura, que en el alba era fresca y nueva criatura, en una vieja civilización. La civilización es el cadáver de una cultura, y su existencia en la historia toma entonces la forma imperial. Pero la forma imperial da nacimiento, valga la redundancia, a naciones y formas humanas nuevas, garantiza una paz duradera, estabiliza contradicciones y frena a los bárbaros.
Suele hablarse de civilizaciones y de imperios de una manera indistinta. Esto es así cuando no se entiende por imperio una mera forma de jefatura del Estado, una variante dentro de la clase de las monarquías. De hecho, los imperios ni siquiera precisan ser monárquicos (caso de los romanos antes de Augusto) aunque siempre son sostenidos por cierta aristocracia.
China, más que nación, y nación milenaria, fue civilización y fue imperio. Y hoy, lo es. Su desmesurado tamaño y su ingente población lo atestiguan. Rusia, más que nación, y nación centenaria, es imperio. Imperio con zares e imperio con bolcheviques, pero siempre imperio.
Siempre en el centro de dos o más mundos, haciendo de puente, contención, unión y contrapeso de varias culturas. Entre ellas, la del oriente y la del occidente.
Y España… ¿qué decimos de España? No escribo algo inaudito en La Tribuna del País Vasco al sostener esto: España fue imperio y no puede existir plenariamente salvo en forma de imperio. Es su pasado, pero también es su destino. Pensadores muy diferentes, entre José Antonio y Gustavo Bueno, sostuvieron tal tesis. Quien dice imperio, en su fase clásica, cenital y no decadente, dice vocación universal, vocación "católica". Esto implica no agotarse nunca en la existencia de "nación-estado".
El concepto liberal, trazado con compases masónicos y extranjerizantes de "nación española", canónica y homologable con la francesa, u otras naciones europeas tenidas por "modernas", es un concepto que nunca ha resistido las pruebas del algodón, como dicen los anuncios. Es un concepto que a España se le queda corto, y que hoy en día se ha estirado cual chicle o goma, llevándolo al paroxismo. España, según los políticos de la actual demogresca (tomo prestada la palabra a Juan Manuel de Prada), tiene que ser, por lo visto, una puñetera "nación de naciones".
Hablar de nación de naciones no es otra cosa que aferrarse a la vieja ecuación liberal y burguesa "una nación, un estado", aunque sea para reventarla y violentar de paso la lógica, no es más que perseverar en el error que extranjerizó a Las Españas.
Antes de las reformas liberales del siglo XIX, mucho antes de 1812, Las Españas ya poseían su Constitución Histórica, como gustaba decir mi buen paisano Melchor Gaspar de Jovellanos (1744-1811). No hizo falta una Constitución con aires afrancesados ni angloliberales para hablar de "libertades" y de "franquicias" pues España ya era –al menos en la forma- un conjunto de Reinos libres bajo una única Corona, Reinos que en modo alguno se regían de manera absolutista, pese a las pretensiones de sujetos coronados particulares y de caciques y gerifaltes. España era –y es- diversa en su territorialidad y jurisdicción, y el término privilegio, tan en uso antes de 1812, no acarreaba, como acarrea hoy, una situación de desprecio, minusvaloración, ofensa y escarnio de uno de esos Reinos (o señoríos, Principados, etc.) frente a otros. La Constitución Histórica de Las Españas, como decía el gijonés ilustrado, era ya un verdadero "pacto" entre pueblos y soberano, pactos bendecidos y engrasados- al menos teóricamente- por la Santa Madre Iglesia.
Con ideas muy hermanadas con las del pensador asturiano Jovellanos, el "romántico" alemán Adam Müller (1779-1829) habló también de un verdadero doble pacto en la Patria: 1) con los contemporáneos, es decir, con aquellos compatriotas que comparten el solar patrio y con quienes hemos de convivir, y 2) con los coterráneos, esto es, con aquellos muertos que nos precedieron, que nos legaron la tradición, la fe, la lengua, la cultura. Error mayúsculo del jacobinismo francés y del liberalismo anglosajón fue centrar su empeño legislativo en los contemporáneos que, en un mundo globalizado y multicultural, apenas comparten entre sí otra cosa que el suelo y una hipócrita y artificiosa "educación para la ciudadanía o un dudoso respeto a las leyes. La verdadera Constitución Histórica debe ser completa, con el doble pacto vigente, y siempre hundiendo sus raíces en una fe común.
Walter Schubart (1897 -1942), un olvidado filósofo balto-alemán a quien estoy leyendo estos días, comparaba Rusia y España en su obra Europa y el alma de Oriente. La España tradicional (no la degradada sombra de ahora) se presentaba, bajo el signo de la fe, como un Imperio, pudiera decirse que una Civilización, justamente en caso parejo al de Rusia, nación grande en lo territorial, no "nación de naciones" sino Imperio, y un Imperio forjado bajo la Cruz, en denodada lucha contra el islam y las hordas asiáticas, pero también en lucha contra un occidente luterano o calvinista (después liberal y masónico) amenazador.
España y Rusia conservaron su esencia mientras no fueron "occidente", esto es, mientras fueron imperios-civilizaciones. La enorme pérdida de territorios del imperio hispánico, y su contracción a la gris realidad de la península Ibérica (mutilada de la hispana Portugal), más los archipiélagos y plazas norteafricanas, impide ver al hombre moderno, al hombre jacobino y liberal del "Estado-nación", la correcta visión de que lo Hispánico fue una Civilización, como lo ruso, lo romano y lo bizantino, lo helénico, lo chino o lo hindú. Y en toda Civilización hay un momento clásico, un mediodía. Ahora España, perdida en la noche de una época privada de fe, no se reconoce como tal, y sólo siente su alteridad. No fue Europa exactamente, aunque más bien hay que recordar que Europa no es turca gracias a España. España no es Oriente, pues desde Covadonga y la Reconquista España no quiso ser África ni Oriente, quiso ser la nación de la Cruz. No es "liberal", sino por imposición extranjera, y aún hoy España se resiste a hablar inglés, lengua ajena aprendida sólo después de esfuerzos motivados por razones de supervivencia económica.
Cuesta mucho sacar adelante un nacionalismo español precisamente porque España fue, y en su alma es, un Imperio, una "más-que-nación": España es un proyecto de civilización. Por eso ahora cacarean con la "nación de naciones" y el federalismo, porque intuyen oscuramente que España no es nación jacobina… Es mucho más que eso. Es Imperio que, como decía Schubart, admite franquicias y libertades en sus amplios territorios de los Dos Mundos, admite peculiaridades y diferencias, siempre que les una la Fe.
La pérdida de esa fe, no sólo la fe católica en el sentido religioso, sino la fe en el carácter universal de un imperio-civilización, es lo que hace de nosotros, los modernos españoles, los degenerados, unos anti-clásicos.
Y vuelvo al comienzo de mi reflexión. Lo clásico español, como lo clásico grecorromano, o lo clásico cristiano-fáustico (el románico y el gótico), no se entiende bajo esta noche oscura de pérdida de la fe. Hay un remedio para reencontrarse con lo clásico-español, y no es un remedio nacionalista. No se trata de reinventar un nacionalismo para un Imperio-Civilización como el Hispánico que en sí es plural en cuanto a identidades y territorios. Como dijo Robert Steuckers en una entrevista reciente, la idea de Imperio es, ante todo, una idea espiritual.
Se trata de educar a los muchachos tomando como base nuestro Siglo de Oro (Cervantes, El Escorial, Velázquez), hincando en el suelo de nuestros clásicos y volviendo nuestra legítima herencia (Grecia, Roma). Se trata (y venga ya el atrevimiento, por otro lado nada original) de hispanizar el mundo, empezando por nuestros vecinos al norte de los Pirineos así como los del norte de África. No para dominarles, sino para hacerles saber que nuestro Imperio era (es) mejor y que bajo su Cruz y su Espada la vida era (es) superior. Superior al consumismo laico post-protestante, jacobino o liberal. Superior miles de veces al despotismo mahometano.