Una de las constantes quejas del pensador español don Gonzalo Fernández de la Mora era el exceso de pathos y la carencia de logos en nuestra producción intelectual nacional. Creía el filósofo que en nuestro suelo patrio habían florecido no pocos "sentidores", pero muy escasos "razonadores". Es la España en exceso quijotesca la que causaba rechazo en don Gonzalo, la España plena de ideales –que no ideas- nunca realizados por resultar desde el principio ideales imposibles. Es la España trágica unamuniana, anegada de dudas y desazón, rica en sentimiento pero carente de hilos de discurso racional, la que había que superar según él, cargándola a nuestras espaldas pero no mirándola más, pues la mirada nacional, decía el pensador, ha de apuntar hacia un futuro nítido trazado a base de planes racionales, cuidadosamente calculados, racionalmente trazados, inyectados con dosis adecuadas de realismo y pragmatismo.
Yo también lo creo, y en esto coincido con Fernández de la Mora. Nos hace falta una filosofía, y no una filosofía cualquiera. Nos hace falta una filosofía positiva. Entiéndaseme bien: positiva no significa positivista. De esta otra ya andamos sobrados. No faltan columnistas, periodistas, científicos sociales y naturales, expertos en "H" o en "B", que lanzan al aire y a las masas la carnaza positivista de que la "filosofía no sirve para nada" y venden la baratija de que, a lo sumo, un mero análisis lógico y lingüístico de los enunciados es cuanto queda por hacer al filósofo profesional. Eso, o la divulgación generalista, el trenzado ideológico-partidista o la labor anticuaria de rescatar y exponer "ideas del pasado". El neopositivismo anglosajón y colonizador fue parte del recado atlantista que nos llegó tras la "apertura" de nuestro país a la ayuda y a la influencia angloamericana en pleno franquismo, y se tradujo en la creación masiva de cátedras y plazas docentes de una filosofía –- la "analítica"–- que no era nuestra y que nada nos decía. Pudo ser una alternativa "modernizadora" ante el acartonamiento escolástico de la universidad franquista, es cierto, un acicate, siempre saludable, para estudiar lógica formal o interesarse por la epistemología de las ciencias "duras", pero poco más.
La filosofía positiva por la que abogaba don Gonzalo, me parece a mí, era más bien otra. Es la filosofía rigurosa, la que atiende a hechos, experiencia y raciocinio, pero no al sentimiento. Es la filosofía entendida como un saber estricto, tomando ésta expresión del antecedente germánico de Fichte (1762-1814). Dicho proyecto del saber estricto tuvo continuadores en suelo hispano, en grandes autores como Ortega y Zubiri. En tiempos más recientes, y a pesar del sesgo que el propio nombre implica, hablo del término "materialismo", la filosofía de Gustavo Bueno supone un jalón fundamental para superar la etapa noventayochista y neorromántica de los "sentidores" hispanos y edificar definitivamente una escuela filosófica hispana de "pensadores" rigurosos, distantes y alérgicos de cualquier sesgo ideológico, metafísico (metafísico en el sentido de pre-crítico), partidario, etc. En la actualidad, un discípulo de Gustavo Bueno, don Manuel Fernández Lorenzo, pugna por elaborar esa filosofía "positiva", que no positivista, ni tampoco materialista, que esté "al nivel de nuestro tiempo", dando cuenta, como quería Ortega, de la génesis operatoria (en gran parte manual) de nuestros conocimientos y de las estructuras ontológicas del mundo.
Las quejas de G. Fernández de la Mora, así como sus proyectos modernizadores, han quedado en el olvido. El cambio de Régimen, desde el franquismo (sistema en el cual éste pensador fue destacado miembro, e incluso ministro) hacia la Restauración borbónico-constitucional (R78) supuso el olvido e incluso la postergación de su obra. El filósofo conservador, pero en absoluto fascista, había concebido una España moderna en el plano científico y tecnológico, una España en la cual primaran el mérito, la capacidad, la preparación, y en donde se proscribiera para siempre la demagogia, el juego doctrinario, la retórica verbal y el patetismo. Es una voz la de Fernández de la Mora que no ha sido escuchada. Una España que la escuchara, será una nación radicalmente otra, renovada y sin prejuicios.
Si bien es del todo cierto que asistimos a un Crepúsculo de las ideologías (título de un jugoso y fundamental ensayo suyo), hay una y muy fundamental ideología que todavía se sostiene en pie. Una simple y llana ideología que a alguien le interesa sostener aunque sea a través de todos los artificios y por medio de las más variadas tretas: la ideología de actuar como si aún existieran ideologías y la de hacer creer que existen y son importantes. Le resulta muy útil al sistema, y en especial al R78, hacer creer a la gente que aún existen izquierdas y derechas. Le resulta muy rentable al sistema ese empeño en catapultar a la fama a ignorantes retóricos que propagan discursos vacuos y sofismas del más bajo nivel.
A veces da miedo. Este país estuvo a punto de ser gobernado por un profesor de ciencias políticas que no era capaz de citar adecuadamente una obra de Kant, y al punto, si Dios no lo remedia, nos va a gobernar otro señor de la nueva hornada a cuyo magín ni siquiera le viene el título de ninguna, lo cual no sé si es peor. No es que haya desaparecido la filosofía de nuestro escenario político, y que nunca haya entrado en las cabezas de nuestros políticos, sino que más bien el Régimen es la negación más explícita y radical del pensamiento racional mismo.
La ignorancia de nuestros políticos o líderes de masas es mucho más peligrosa que la barbarie de las turbas descontroladas, pues estos personajes sirven de modelos de conducta y sentimiento a turbas futuras más numerosas y más osadas. Sus consignas encaminadas a la indignación o la movilización sirven para que un pueblo esclavizado refuerce la apretura de sus grilletes, creyéndose libre en un sistema que se dice liberal. La ideología según la cual existen ideologías, la creencia de que en Podemos hay un ápice de socialdemocracia y otro de libertarismo, el señuelo de que allí anidan comunistas y revolucionarios, tanto como el engaño de que en Cs y en el PP existe un liberalismo, o de que en el PSOE se conservan esencias de la II Internacional o del modelo sueco… Todo esto es engaño, demagogia, ideología. Todo ello no es más que esa Ideología que reza que nuestro R78 es ideológico. Esa ideología es la Caverna Platónica en la que media España está metida. La otra media se desinteresa, ve deportes o escucha chascarrillos en vez de ruedos políticos, o se evade alienada por los medios más diversos.
Fernández de la Mora proclamaba sustituir las ideologías, ya moribundas, por ideas. Trocar a los demagogos y a los declamadores por expertos. En vez de entusiasmo, peligroso explosivo que siempre deviene en tiranía, consenso. El consenso tácito y la deliberación fría deben ocupar su puesto rector en lugar de la asamblea tumultuaria. El análisis sosegado de proyectos racionales en vez de agitación y propaganda. Qué duda cabe que la filosofía positiva no corrió la mejor de las fortunas una vez desembocada la partidocracia del R78. El régimen constitucional postfranquista ensalzó la retórica partidista y encumbró a un sinfín de ideólogos, retóricos vanos, arribistas, vividores "liberados" de los sindicatos y de los aparatos electoralistas. Los expertos, las personas formadas en las distintas ramas de la vida orgánica del Estado (administradores, expertos juristas, tecnólogos, economistas planificadores…) hubieron de ceder sus sillas o pasar a un discreto y segundo plano ante el soberano imperio de los grandilocuentes vendedores de humo. Incluso dentro de la democracia postfranquista se advierten claramente dos generaciones: una, primera, aún bien acreditada en cuanto a titulación académica y experiencia práctica en la empresa pública o en la privada, y otra, segunda, en la que ahora más y más nos hundimos, en la cual el lumpen de la sociedad, los sectores sociales más refractarios al esfuerzo intelectual, profesional y, en general, humano, se dedican, con el carnet en la boca, a ascender por los aparatos electoralistas para conseguir aplausos fáciles y cargos sine cura.
Don Gonzalo despedía con alegría al tipo de político retórico y declamador, pero experto en nada, que había dominado la escena pública europea durante todo el siglo XIX y que aún prolongaba su inútil existencia en el XX. A la par, el filósofo bendecía en "El Crepúsculo de las Ideologías" al tecnócrata, al experto, al "conocedor" que no busca encandilar a las masas, manipularlas y tocar las fibras de su entusiasmo, sino ser eficaz servidor público que plantea objetivos realistas en orden a una mejora del bienestar general, haciendo del Estado una maquinaria ágil, inteligente, bien engrasada. Una maquinaria que ha de renunciar, bajo riesgo de recaer en el ideologismo y en el utopismo más peligrosos, a reformar al hombre.
La visión gramsciana, tan extendida hoy en Occidente, y no precisamente bajo gobiernos comunistas sino bajo fuerzas que a menudo se dicen "liberales", es la antítesis del "Estado de Obras" de nuestro autor. El filósofo marxista italiano Antonio Gramsci (1891-1937), uno de los principales intelectuales revolucionarios de toda la Historia, había dejado claro que el Estado tenía la misión de transformar al hombre. El Estado era, bajo el capitalismo y, después, bajo el futuro comunismo, algo más que un comité dirigente de la Producción. El Estado poseía una misión ética. El Estado debía ser el agente de la transformación de la propia esencia del hombre. Una esencia histórica, si cabe hablar así, esto es, transformable. Dicha transformación fue dirigida inicialmente por los patronos capitalistas que habrían creado un Estado a su medida (muy especialmente a través de las instituciones educativas), para así disponer de un obrero igualmente hecho a su medida. El comunismo hará lo propio. Una vez conquistada la hegemonía, y tras ella, inmersa la sociedad toda en una etapa revolucionaria, el Estado proseguirá con esa función que hoy llamaríamos función de "ingeniería social", haciendo de cada individuo un convencido comunista.
Por el contrario, casi diríamos que en las antípodas, la Tecnocracia de Gonzalo Fernández de la Mora se situaría en la más genuina tradición del realismo político hispano. Lejos de una transformación general del hombre, pues en el colectivo "hombre" siempre habrá hondas e insalvables disparidades (de talento, de capacidad, de formación, de inquietud, de lealtad), el Estado debería reducirse a ser el más elevado servicio de "puesta a punto" de todos los torrentes de energía social, para aprovecharlos y encauzarlos de la mejor manera posible, haciendo aquí de catalizador, allí de coordinador, y más allá de planificador y rector. En el Estado tecnocrático los expertos siempre serán consultados y el gestor político, como el buen ingeniero, se debe poner el casco, bajar "a pie de obra" y consultar a los subordinados y a los adláteres para palpar las realidades sobre las que quiere operar. Una cosa es poner a punto la maquinaria estatal, partiendo de una sustancia antropológica dada, y otra es transmutar esa sustancia.
Un ejemplo de cómo esta filosofía de ideas y no de utopías ideológicas perdió la batalla, y el vicio del ideologismo alcanzó el triunfo, fue el rosario de las reformas educativas de la democracia. Cada nueva ley de educación, comenzando con la barbarie de la LOGSE, hasta llegar a la actual LOMCE, demostró ser la consagración del ideologismo. En lugar de dotar al Estado de ideas, ideas tonificantes, hemos tenido ideología y más ideología. España necesitaba ideas en el sentido filosófico, esto es, conceptos generales (trans-categoriales) que hundieran sus raíces en los más variados conceptos y categorías científicas y técnicas, ideas que, debidamente entretejidas, formaran un proyecto comunitario para "poner a punto" nuestra sociedad y vuelvan a "ajustar" debidamente a España en el orden internacional, colocándola en el puesto que le compete y que se merece ateniéndose a su Historia y a su Presente. Pues bien, en lugar de eso, hemos sido víctimas de los pedagogos, esto es, de los ideólogos, que de manera harto interesada nos equipararon a todos por lo bajo, sustituyendo el imperativo del esfuerzo por la "integración" y halagando al vago y al parásito, con la esperanza de que sean muchedumbre los que sigan depositando en los mismos ataúdes ideológicos el voto mayoritario de los borregos.
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